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Mario César Macías Zúñiga

Sin espejos

Mario César Macías Zúñiga
6 de septiembre de 2021
5 Min Read
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El abuelo perdió la memoria. No fue de un día para otro. Fue un proceso de varios meses, poco a poco se fue quedando sin recuerdos, comenzó a olvidar pequeños detalles y a extraviar objetos. La familia se dio cuenta, un estudio y diagnóstico médico les advirtió el desenlace y comenzaron a tener mayores cuidados con él.

Llegó aquella mañana en la que despertó y no reconoció a sus hijos ni a sus nietos. No salió de la habitación, no sabía dónde estaba. Fue hasta que su nieta tocó la puerta y no abrió. Ella ingresó por él y se dieron cuenta que la memoria de papá grande ya no estaba con ellos.

Aquel día de verano fue muy triste, el sol brillaba, pero la memoria del abuelo estaba nublada. Unos sujetos extraños le decían que estaba en su casa y con su familia. Él los miraba en silencio sentado en el sillón que aseguraban era su favorito.

Le mostraron un álbum fotográfico en el que había viejas fotos, le señalaban con el dedo índice a una de las figuras, le decían que era él, y el resto de los estampados en ese papel algunos de ellos, pero el hombre no recordó a ninguno.

Semanas después hubo necesidad de quitar los espejos de la casa porque el abuelo no se reconoció.

El enorme espejo ovalado enmarcado en madera, aquel que él compró y que por décadas estuvo en el pasillo justo arriba de la mesita donde está el teléfono, un directorio y una libreta de apuntes, tuvo que ser retirado después de que el abuelo se detuvo y se quedó frente a frente ante su imagen sin saber que se trataba de él.

En silencio, desde la sala, los hijos vieron a su padre mantenerse de pie frente al espejo. El abuelo no decía nada, daba un pequeño paso hacia adelante y luego uno más hacia atrás. Agudizaba la mirada y acercaba el rostro al cristal.

Fueron varios minutos los que duró esa especie de encuentro.

Frente a su imagen, lentamente, levantó su mano derecha y con el dedo índice tocó el espejo, en cuanto hizo contacto con el cristal su cuerpo tembló. Fue en ese momento que sus hijos fueron por él, lo abrazaron y lo llevaron a sentar al sillón, ese mueble que insistían era su favorito.

El abuelo estaba muy asustado. Los labios le temblaban, sus dedos tocaban un teclado que no estaba ahí, sus ojos perdidos con los parpados inquietos. Con apenas un gemido pidió “¡agua!” y le llevaron un vaso, se lo acercaron a los labios y apenas bebió unos sorbos, fue más la que le escurrió que la que tomó.

Cuando lo levantaron del sillón para llevarlo a dormir, se dieron cuenta que había mojado el pantalón. Lo metieron a bañar. Colocaron una silla debajo de la regadera, el agua caliente le caía sobre su espalda. Pusieron música de Javier Solís, su artista favorito.

Hijos y nietos fueron muy pacientes, fueron agradecidos con el padre y abuelo.

Los últimos meses de vida del abuelo fueron los de un fantasma. Lo metían a la cama, lo cobijaban y le daban un beso en la frente. No le apagaban la luz. Quitaron la puerta de su recámara.

A la mañana siguiente iban por él, no lo despertaban, dejaban que durmiera todo lo que quisiera, cuando abría los ojos lo invitaban a desayunar.

Revisaban que no hubiera mojado la cama, en caso de haber amanecido mojado lo metían a bañar, sin reproches ni bromas. El hombre era amado y respetado.

A él nunca dejaron de decirle papá ni abuelo. Sus hijos y nietos lo cuidaron hasta el último día de su vida.

Una mañana ya no despertó. Dos días después su cuerpo fue sepultado en la tumba donde estaba la abuela, la mujer que una década antes se despidió de él y le dijo que lo esperaría en la otra vida para seguir siendo esposos.

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